Hola, bruji,
“Chove en Santiago” cantaba en
gallego el poeta andaluz García Lorca, paseando sus amores por Galicia y eso me
recuerda una escena recurrente de Santiago: en Santiago llueve. Y la
piedra, porque Santiago es una ciudad entera de piedra y a Santiago
llega un Camino también de piedra, queda preciosa, que mejor
comunión que la de la piedra con el agua. No hay nada más romántico
que las tres rúas que llevan a la catedral mojadas mientras mis
botas chapotean por los charcos de piedra. Nada es más romántico
que escuchar a una gaita que llora por escuchar el tintineo de unas
monedas protegida por los soportales de las rúas acompañada de la
percusión de la lluvia sobre el suelo de piedra… Pero, la verdad…
tanta lluvia, a veces, es una putada.
Santiago sin lluvia es arte. Sus
piedras se levantan majestuosas por doquier. Se levantan en forma de
plazas, se levantan en forma de catedral, se levantan en forma de
noche, esa “Longa noite de pedra” (Larga noche de piedra) que
cantaba Celso-Emilio Ferreiro, pero que aquí es larga con marcha de
gaita y guitarra eléctrica en los muchos pubs que salpican la ciudad
vieja siguiendo la entrada triunfal del Camino de Santiago. Pero por
el día la piedra tiene color, la piedra huele, y ese río de calles
que rodean la catedral, Raíña y O Franco (que nadie piense en el
dictador, franco en gallego es “libre”), descubren un río de
olores y sabores en forma de tascas, y un río de lugareños
mezclados con mil peregrinos y turistas, degustan en las terrazas de
piedra un buen pulpo, una mejor empanada y el vino de la tierra.
Santiago es espiritualidad.
Espiritualidad en Santiago es mezcla de religiosidad y magia. Esa
religiosidad y esa magia que, cogidas de la mano, vuelan en forma de
botafumeiro en la catedral. Es increíble como un incensario tamaño
XXL puede dejar atónitos a miles de fieles y de descreídos
alrededor de un altar. Fieles y descreídos que van a cumplir con el
rito de los “croques” en el Pórtico de la Gloria para pedirle al
santo bienes presentes y futuros o que hacen colas kilométricas para
traspasar el umbral de esa puerta que llaman Santa, y que sólo se
abre cuando es año santo compostelano. Y eso hace que Santiago
también sea tiempo, no sólo el tiempo que pasó para ver crecer
esas piedras que hacen convivir románico con barroco y con
neoclasicismo, si no, ese tiempo cuya noción perdemos callejeando
por sus calles o meditando en las largas esperas para besar la efigie
del apóstol. Pero Santiago también se ríe del tiempo: me encanta
escuchar las risas de las excursiones de los jubilados cuando de
espaldas al árbol de las ciencias de la Universidad, palpan a
ciegas, la rama que les indica que carrera estudiarán en el futuro…
Santiago es arte porque todas sus
calles desprenden música. Cada dos pasos verás a un músico
solitario rasgar tañer sus instrumentos para que los mimos que están
a dos pasos no se sientan solos. En las noches de verano, verás a la
tuna cantar (o intentarlo) en los soportales de Correos, en la rúa
do Franco, al tiempo que le intentan vender un peine gigante a un
calvo.
Santiago es verde, “verde que te
quiero verde” que también diría Lorca. Y el verde convive con la
piedra y con la espiritualidad y con el tiempo. El verde rodea a toda
la ciudad, salpicada de jardines, y desde el verde de la alameda,
podremos compartir banco con un Valle-Inclán de piedra y disfrutar
de todo el esplendor de la fachada del Obradoiro. Y sentado en ese
banco al anochecer, bajo las luces de la bohemia, sólo te puedo
decir: tienes que venir a Santiago.
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