jueves, 10 de octubre de 2013

CUENCA. La dura levedad de la piedra.

Hola, bruji,

Pasear por Cuenca es pisar piedra, piedra a veces labrada, piedra a veces sin labrar, pero siempre piedra. Piedras que demuestran grandeza, piedras que un día la tuvieron, piedras que parecer levitar en el aire, pero siempre piedra. Y es que subir las duras cuestas que nos llevan a la Plaza Mayor, por no llegar aún más arriba, a las atalayas del barrio del castillo, son duras, cierto que podremos reponernos en allí en las tascas con un buen vino manchego de esos que manchan el vaso y con un rico morteruelo, paté de carnes varias, o con zarajo, algo de comer muy típico de allí cuyos ingredientes, tripas de cordero, me crearían una piedra en el estómago, para luego bajar de nuevo las cuestas con cierto tino y no chocar rodando contra una pared de piedra.

La Cuenca vieja se levanta hacia las alturas entre las hoces de los ríos Júcar y Huécar, cuyas cuencas se deslizan plácidas entre zonas rocosas, de piedra..., pero que esconden bellos bosques, pequeñas playas y frente a la ciudad, en sus riveras opuestas, se levantan algunos edificios maravillosos a la altura de la ciudad vieja, sobre roquedos de piedra, como el convento de San Pablo, pero esos roquedos, si tienes ganas de caminar un rato y explorar te pueden llevar a un pub un pelín posmoderno que está dentro de una cueva, ¿te imaginas? Tomar una copa dentro de una piedra...

Caminar por la Cuenca vieja es sumergirse en la historia. Es casi psicodélico el momento en el que subimos, casi podemos decir que escalamos, por sus empinadas cuestas que, más que casas, tienen mosaicos de colores, colores pálidos, discretos, pero variados, son los colores con los que se cubren las piedras para hacernos más leve la subida. Pero el color cambia al llegar a la Plaza Mayor, presidida por los majestuosos arcos de la catedral, ya nos encontramos con el color de la piedra, aunque cuidado, que el color de la piedra también es arte, y desde ahí ya no nos separamos más de ella. Callejuelas, callejones, capillas, conventos, rincones... nos devuelven con la edad de sus piedras a otras épocas, apartándonos del bullicio del siglo XXI para sumergirnos en un remanso de paz , de tranquilidad, sólo alterado ocasionalmente por el lucerío y los baffles de alguna tienda de artículos turísticos. Si queremos relax total para nuestro cuerpo y nuestra mente o nuestra alma, sólo tenemos que ir a donde están las casas colgadas y ver las impresionantes vistas hacia la hoz del Huécar, y si queremos eso mismo, pero sin escuchar una babelia idiomática llena de interjecciones de asombro, preparémonos para escalar más callejuelas estrechas y empinadas hasta llegar al Castillo, barrio desde el que podremos ver lo mismo desde mayor altura y en soledad casi absoluta, sólo alterada por algún grito de niño jugando, pero es comprensible y deseable, esos niños serán la historia del mañana.

Al otro lado del Huécar también hay otra Cuenca, pero ésta más moderna, donde te puedes abastecer de cualquier cosa como en cualquier ciudad y donde la piedra es testimonial, es una Cuenca muy interesante para lo noche. Hay una calle cuyo nombre no recuerdo pero que todo el mundo conoce como “la calle”, no muy grande pero llena de locales donde tomar tranquilamente una copa e incluso, si las piernas aguantan a esas alturas, bailar.

Finalmente te diré, si alguna vez llegaras a tener el corazón de piedra, espero que no, que la piedra rompe la piedra, y para eso hay que ir a Cuenca, sobre todo en Semana Santa, donde el fervor religioso alcanza cotas que ablandan cualquier impureza del alma.